El corto trayecto por carretera de Fira a Oia, que discurre contra la caldera – al este de la isla- permite hacerse una idea aproximada de la magnitud del cataclismo: continuos plegamientos del terreno y estratos superpuestos de cenizas, piedra pómez y escoria volcánica, junto con laderas fracturadas por la explosión y piedras o bombas de más de un metro de diámetro, que aparecen diseminadas por sus campos. Todo ello permanece como un vivo testimonio de aquel suceso.
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Estas construcciones aparecen dispersas por la isla o agrupadas entorno a los dos núcleos principales de la isla: Oia y Fira, donde están abigarradas al borde de la caldera, formando conjuntos cubistas que van cambiando de forma y color, según discurre el día.
El paisaje urbano se completa con empinadas callejuelas, escaleras y terrazas adosadas a los edificios y – como dispuestas en zig-zag- diminutas iglesias que destacan sobre un entorno caótico por sus cúpulas de azul cobalto, rematadas siempre con una cruz.
Mi lugar preferido es Oia – “ia”, pronunciado en griego-, por donde pasé un atípico día de eclipse de sol, el 3/10/05. El hecho de que, en estos casos, se produzca una extraña combinación de sombra sin nubes y viento racheado, que termina volviendo a despejar y recalentar, hizo que la visita resultara más sugestiva.
Una puesta de sol en Fira – desde una terraza del selecto Cafe Classico, disfrutando de un helenikó café, o desde cualquier anónima callejuela- es un momento para no olvidar, que invita a escribir: … “el mar está en calma, como un gran lago entre montañas. El Sol empieza a caer entre Nea Kaimeni y Therassia. Las fachadas de los edificios resplandecen y, lentamente, se van tostando a medida que llega el ocaso, hasta quedar en penumbra. A mi derecha una franja rojiza de terreno se extiende hasta Oia, que es solo una lejana mancha blanquecina. Apenas si corre la brisa y solo se oye un ligero murmullo que se va mezclando con música. A mediados de Octubre de 2005, hay poca gente por aquí y casi todos estamos disfrutando el momento”.